
Excelente título para dar inicio a una serie de artículos relacionados con nuestra capital de la república, con la Tres Veces Coronada Ciudad de los Reyes, la cual es tan amada como detestada, una ciudad que te abraza con amor pero te nutre de odio una dicotomía algo sado-masoquista establecida por las gentes que vinieron a invadirnos allá por los años 70s, y antes que me desvíe del tema central permite que me enfoque en lo que nos interesa, la ciudad como tal.
Definir a Lima en pocas líneas es imposible, por lo tanto sólo apuntaré a los lugares que en el transcurso de mi vida he visitado, el último paseo por la ciudad lo hice por el viejo bosque El Olivar ubicado en el distrito de San Isidro, tal vez éste sea el lugar al que más veces he acudido, me gusta su estilo, su ambiente y la sensación de aislamiento que uno percibe bajos los olivos.
Pasear por Lima es bonito, la gran mayoría de las veces lo hago solo pues casi nadie es asiduo a las largas caminatas, pasear acompañado es interesante, pero pasear con alguien en total sintonía es ¡lo máximo!, mi último paseo lo realicé con una persona realmente sorprendente.
Fue una de esas tardes “after office”, previamente nos habíamos puesto de acuerdo para encontrarnos y platicar sobre algunos temas de actualidad, en el momento indicado nos reunimos y decidimos caminar sin rumbo, la ciudad se mostró hóstil enseñando los colmillos del tráfico intenso, pero nosotros continuámos nuestro recorrido, entre claxons irritantes y feroces 4x4 llegamos al bosque El Olivar.
El Bosque el Olivar es una hermosa área verde enclavada en la parte tradicional del distrito de San Isidro, allí crecen –como su nombre lo indica- olivos, algunos tan antiguos como la propia fundación de la ciudad, rodeado de edificios de departamentos y viejas casonas ésta hermosa alfombra verde nos proporciona paz y tranquilidad, el bosque es cruzado por una vereda, una especie de senda de ladrillo rojo apropiada para que algunos runners hagan su rutina sobre ella, otros solo caminan y otros se sientan sobre las bancas que flanquean esa arteria, existen también dos estanques uno pequeño en donde habitan enormes carpas naranjas y otro más grande el cual en ciertas oportunidades se repleta de cisnes, el bosque está plagado de vida silvestre, pajarillos raros, ardillas y cierto tipo de hormigas gigantes.
Ambos en buena compañía, decidimos sentarnos en una de las bancas alrededor del estanque grande, conversamos largo rato mientras los geisers artificiales esparcían su rocío, por ahí una madre desesperada acompañada de la nurse no podía controlar a sus tres niños los cuales revoloteaban en rededor, un par de ancianos (que nos ganaron el sitio que habíamos elegido) perdían sus miradas sobre las aguas del estanque, tal vez pensando en sus ancestrales glorias, cuando de pronto apareció una pareja de jóvenes, ella ataviada con una casaca de salvavidas y el igual pero cargando un enorme y pesado trípode, los notamos algo desubicados pues no hallaban un sitio apropiado para establecerse, hasta que decidieron armar su artefacto y sobre él colocaron una cámara fotográfica, par de torpes principiantes pues en vez de calibrar la cámara manipulando el trípode actuaban al revés ¡Calibraban el trípode manipulando la cámara!, con mi buena compañía, la mejor de todas, nos pusimos a observar a ese par de inútiles, nos regocijamos de su fracaso y nos burlamos de su ineficacia, ¡es increíble como la gente no lee el manual de uso de las cosas!, así ante nuestras frías miradas que sólo ayudaron a hacer más complicada sus existencias y dado su bochornoso espectáculo en la aventura del trípode se fueron y se perdieron entre los olivos.
La tarde fue dando paso a un tímido frío, decidimos ir por un café, recordé la nueva Pastelería San Antonio ubicada en Libertadores, ese fue nuestro último destino, y así luego de un interesante paseo y de la diversión que proporciona la gente torpe culminamos nuestro encuentro y definimos que cada futuro recorrido por la ciudad lo culminaremos con una taza de café.
Antonio Gamio
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